martes, 13 de diciembre de 2011

Músico y compositor: para nosotros, el profe Monk

"Él llega al aula con un cuadernillo y un cassette, y dice: 'Chicos, este va a ser su material de trabajo' ", así nos describía una chica un año mayor que nosotros al profe de música de octavo y noveno grado de mi colegio. "¡Y a fin de año te toma una prueba de 80 preguntas!", nos intentaba sembrar miedo Cecilia en el recreo, y lo lograba. La profe de música que teníamos en ese momento había sido la misma desde primer grado y su repertorio de canciones a interpretar durante las clases y en cada acto escolar iba desde Huachi Torito a Vírgen de la esperanza. Y listoSu nombre era Ruth y todos decíamos que se pintaba los labios en el bondi porque aparecía siempre con los dientes rojos. Tenía el pelo corto, usaba unas gafas culo de botella y un guardapolvo blanco, aún cuando en mi colegio eso no se había implementado en los docentes. Me acuerdo que en el primer día de clases me corrigió una carátula en la que su nombre estaba mal escrito, algo que me traumó de por vida; no me gustaba que me corrigieran y menos con rojo, y menos en una caratula -que por ese entonces, con seis años, era lo único bueno que sabía hacer-. 
Llegamos a octavo, un salón improvisado con los ventiladores rozando nuestras cabezas a causa del traspaso de todos los cursos al turno mañana, o algo así. Era el año de los cambios obligados por "una medida de arriba" de compañeros de banco, de las agarradas de mechas entre mis compañeras, de las amenazas del tipo "yo me cambio de este colegio careta a uno más piola" y de la revolución de hormonas, en los pibes más que nada, que le miraban por debajo de la pollera a las chicas con un espejito en el pie. Pero lo que más recuerdo de ese año horrible son las clases del nuevo, para nosotros, profe de música, Sebastián Monk. Hasta ese momento el único "profe piola" que habíamos tenido era el de plástica, un grande; la tenía tan clara que nos adelantaba lo que íbamos a vivir en esa clara edad del pavo, tal es así que un día nos empezó a caer mal. Era la edad de odiar a los adultos. Después de un tiempo lo entendí a Juan Carlos, el de plástica, y me enamoré, pero esa es otra historia.
El nuevo profe de música nos daba ópera. Al principio, cuando nos hacía solo escuchar las diferentes arias en silencio, nos tentábamos de la risa de pendejos boludos que eramos. Después, ya eramos 30 fans más de la música clásica. Y no jodo. Las pruebas nos salían solas, aunque siempre había uno que otro que no daba bola ni aunque estuviese el mismísimo Verdi dando clase. A esos pibes Monk les pedía, haciéndose el desinteresado, que le nombraran un cd, los pibes le nombraban uno de Green Day y él explicaba: "Boulevard of broken dreams sería el aria, American idiot (a la que pronunciaba aidiot), la ópera a la que corresponde", y los pibes se hacían los boludos pero quedaban fascinados. 
Yo al profe Monk lo veía como a un chabón grande en todos los sentidos; tenía marcas en la cara que nunca supe si eran huellas de la vida o cicatrices de algún sarampión; su altura le daba una ternura inexplicable que, muy a pesar de sus raras camisas noventosas, lo rejuvenecía. Por lo menos dos de mis compañeras estaban enamoradas de él. Yo estaba enamorada de sus clases, que incluían dibujos de tipitos hechos con palitos para narrar historias de ópera ambientadas al 2000 al mejor estilo Romeo y Julieta por Leo Di Caprio en NYC, de sus "1, 2, 3, ooh" antes de dar play a un audio y de su talento para hacernos llorar de la risa, después comprobable en sus diferentes shows en vivo. A fin de ese año el profe se fue a Alemania, para nosotros, un país que solo figuraba en libros y en sus anécdotas. Cuando volvió estaba agrandadísimo -esto sería gracioso si lo conocieran; el chabón medía un metro cincuenta- nos dijo que, a pesar de su ausencia de un mes, veníamos bien con la materia. No sé a qué iba con esto pero me acordé que una amiga, mitad en broma y mitad verdad, decía que se iba a llevar la materia a propósito para tener más clases con él en diciembre. Posta.
Finalmente llegó noveno, nuestra utopía más allá de toda esa boludes de viaje a Córdoba, buzos y bandera de egresados. Ese año el profe Monk nos iba a dar la historia del rock. Pero nos cagó y dejó la enseñanza para meterse de lleno con su banda. Nos pusieron de suplente a Pablo, un pobre pibe que padecía cada día de su vida desde que entraba hasta que salía de nuestra aula. Pablo era un pseudo hippie fan de Árbol que se creía que teníamos cinco años. Era un boludo que nos hacía cantar Sumo mientras nosotros queríamos escuchar acerca de Elvis Presley. En realidad, hiciera lo que hiciera lo ibamos a odiar. Queríamos a Monk, sabíamos que nos estábamos perdiendo a un especialista en talk shows al frente del curso. ¡Pobre Pablo!, no merecía que mis compañeros le hicieran mierda las ollas que había traído de su casa para que improvisáramos sonidos nuevos.

Invitaciones a los shows del profe Monk y publicidades de sus discos.  
En fin, Monk siempre nos había invitado a sus shows y jodía diciendo que el que fuera iba a tener un diez en el trimestre, así que un día que no lo pudimos extrañar más nos mandamos a una de sus presentaciones en el Centro Cultural de Adrogué. En frente del lugar, donde había una cola de una cuadra, estaba el profe de plástica fumándose un pucho. Juan Carlos nos saludó con la mano y fue ahí cuando nos dimos cuenta de que nada era como en el colegio. Con mi amiga no podíamos creer la cantidad de gente que conocía a nuestro profe, la cantidad de risas que se escuchaban y la cantidad de aplausos que resonaban cuando interpretaba cada una de las canciones de sus discos Prueba y error, Lo menos, Tinte local y El buen modo. Ya de más grande, tuve que hacer una entrevista a un artista para la facultad y vi en eso la mejor excusa para, básicamente, volver a verlo. Pero en la facu me pedían alguien que hubiese sacado su obra dentro de ese mes y el profe todavía estaba grabando su último disco Canciones con nombre de niño. Así que nunca le hice la nota. Nunca le pude confesar que mi amiga y yo tenemos dos discos suyos que nos afanamos del colegio porque sabíamos que iban a estar en el cajón de sala de profesores hasta pudrirse, nunca le dije que era mi caballito de batalla a la hora de hablar de un profe en los writing de inglés, nunca le dije que lo único que perjudicaba a su imagen era su obsesión por María Elena Walsh, que había sido el mejor profe del mundo, que logra que me ponga cursi al hablar de alguien más y que es y será una influencia para cada uno de estos pibes que aprendió, algunos por un rato y otros para siempre, a amar la música clásica, a tratar todo con humor y a rescatar lo lindo de cada persona y cada canción.


Uno de los discos que tomamos prestados para siempre con mi amiga. Nadie nos vio. Ella tiene La flauta mágica. Ninguna salió perdiendo. Ojalá la directora no lea esto.